
ADELANTE, SIEMPRE: POSITIVO EN SI.
- ROBERTO SALAZAR CORDOVA

- hace 5 días
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El continente no se hunde: mayorías que buscan vida, paz, seguridad y alegría
Por Roberto F. Salazar-Córdova
El continente nunca se hundió.
La política sí.
Los dos viven por milenios con poder real, pero cuando la política señala la tormenta, el ánimo comienza a hundirse; la naturaleza, en cambio, mantiene siempre la mirada fija en nosotros, desde la vida hasta el amor y más allá.

En estas horas de voto, de guerra contra el mal y de tensión geopolítica, esa es la diferencia decisiva:
Votar contra la tormenta,
o votar en paz en medio de la tormenta.
Hay una verdad de fe que no podemos olvidar: en nuestros hogares, el mal no deja de clavarnos en la cruz; es el Bien Votar el que hace que se nos deja de clavar.
El mal golpea, acusa, confunde, se atrinchera.
El Bien se entrega, se expone, se sacrifica… y por eso resucita la ilusión y el compromiso.
Con ese eje, hay que votar con convicción y fe.
No es que lo que está ocurriendo en nuestro continente se vaya a volver más claro: en medio del ruido, las grandes mayorías no están votando odio, sino que, a su manera, buscan vida, paz, seguridad y alegría.
Entendámoslo.
A veces se equivocan de instrumentos quienes atemorizan, pues el deseo profundo no va en esa dirección.
La única guerra real
Se habla de guerras culturales, guerras jurídicas, guerras mediáticas, guerras geopolíticas. Pero, en el fondo, la única guerra real es siempre la misma:
bien contra mal,
verdad contra mentira,
amor contra egoísmo,
comunidad contra crimen organizado.
El narco es la forma más cruda de esa guerra hoy en América: compra conciencias, destruye familias, captura territorios y degrada la política. Y en medio de ese combate, los pueblos van reaccionando con temor y violencia.
Al votar para eliminar el mal no es el objeto la tormenta, sino la vida que va a renacer. No vamos negativamente contra la tormenta, vamos por salir positivamente de ella.
Lo que vemos, con lente de "Sí", al votar con calma, es que las mayorías se están moviendo hacia cuatro palabras sencillas y profundas:
verdad,
paz,
seguridad,
alegría.
No siguen ningún eslogan publicitario, sino que siguen su instinto de supervivencia psicológica. Ya no quieren derechos, sino poder para cumplir sus responsabilidades.
Y ese movimiento se refleja en tres tableros concretos: Ecuador, Chile y el choque entre el régimen venezolano y la presión militar y estratégica de Estados Unidos.
Ecuador: un “sí” que huele a victoria de la vida
En Ecuador, la discusión inmediata es técnica: constituyente, número de asambleístas, financiamiento a partidos, presencia militar extranjera. Pero por debajo de ese lenguaje jurídico, lo que está en juego es una pregunta brutalmente simple:
¿Queremos seguir viviendo así, o estamos dispuestos a cambiar reglas para defender la vida?
El país viene de años de masacres carcelarias, barrios sometidos por bandas, miedo en las noches, jóvenes reclutados por el narco.
La familia ecuatoriana promedio no se despierta pensando en diagramas institucionales; se despierta pensando en si sus hijos llegarán bien a casa.
Al votante se le plantea la posibilidad de:
recortar privilegios de la clase política;
cortar flujos automáticos de dinero a partidos que no han sabido proteger a nadie;
y abrir espacios para reordenar el sistema.
La mayoría se inclina hacia el cambio. No por amor a ningún gobierno, sino por un cansancio profundo con la muerte cotidiana.
En clave milenaria, ese “sí” es el gesto de un pueblo que, con todos sus miedos, se levanta y dice: “Prefiero arriesgarme a una cirugía difícil antes que dejar que el cáncer del narco me siga comiendo en silencio.”
¿Puede haber engaños, cálculos, trampas?
Claro.
Pero la intención íntima de la mayoría es otra: proteger la vida, defender a los suyos, cortar de raíz algunas fuentes de corrupción y violencia.
Ahí está el susurro de la conciencia en medio del ruido: un pueblo que, a su modo, quiere salir del sepulcro del miedo.
Chile: la búsqueda de paz como orden
En Chile, la conversación pública se llena de etiquetas: derecha, izquierda, extrema, moderada, populista, liberal.
No veamos esa tormenta de clichés; vayamos al fondo. Cuando uno escucha de verdad lo que dice la gente sencilla, el mensaje es mucho más directo:
“Quiero poder volver tarde a casa sin pánico.”
“Quiero que mi hijo no se pierda en la droga.”
“Quiero que las fronteras no sean tierra de nadie.”
Paz, en el lenguaje de la calle, se ha vuelto sinónimo de orden mínimo: que el narco no mande en los barrios, que la violencia no sea normal, que el Estado recupere su lugar.
Por eso, aunque la discusión mediática gire en torno a nombres y partidos, el corazón del asunto es éste: las mayorías se acercan a quien perciben —con razón o sin ella— como capaz de poner orden. Y hoy ese mensaje lo encarna, sobre todo, el amplio campo de la derecha.
Eso no significa que la derecha sea santa ni que la izquierda sea demonio.
Significa que, en este momento histórico, una gran parte del país asocia:
cierto tipo de liderazgo con seguridad,
y cierta forma de discurso con desorden.
El pueblo responde con lo que siente en el estómago: “Ya tuvimos suficiente de incertidumbre. Necesitamos paz, necesitamos calma. Después conversaremos lo demás.”
En clave milenaria, esa búsqueda tiene un riesgo evidente: si la paz se reduce a represión ciega, deja de ser paz y se vuelve violencia con uniforme. Pero el impulso mayoritario es legítimo: hay un pueblo que quiere volver a respirar, que no quiere vivir en estado permanente de estallido.
La tarea será recordar, a quien llegue al poder, que paz sin justicia no es paz, y que orden sin libertad no es chileno. Pero negar el deseo sano de paz en nombre de teorías ideológicas es cerrar los ojos a la realidad.
Venezuela y Estados Unidos: la verdad que empuja desde dentro y desde fuera
En Venezuela, finalmente, este Noviembre nos presenta una elección que la deben hacer terceros.
La discusión ya no pasa por quién gana una elección. Pasa por una verdad incómoda:
hay un régimen aferrado al poder, conectado a redes criminales,
hay un pueblo cansado, disperso dentro y fuera del país,
y hay una potencia que ha decidido que ese régimen es parte del problema narco de todo el continente.
La caída de ese sistema no será un acto poético, será un proceso duro, lleno de peligros. Pero la verdad profunda es ésta:
el pueblo venezolano, en su mayoría, hace tiempo quiere otra cosa;
una parte creciente de la región ve en ese régimen una amenaza, no un modelo;
y la correlación de fuerza real no está ya a favor del palacio, sino del cerco que lo rodea.
Desde la fe, esa verdad no debe celebrarse como venganza, sino asumirse como exigencia moral:
que cualquier acción contra ese sistema proteja a los inocentes,
que no se intercambie una tiranía por otra,
que la justicia no se convierta en simple revancha.
Pero tampoco se puede tapar el sol con un dedo: ese proyecto de poder está herido de muerte, y la guerra contra el narco ha corrido el telón. Lo que antes se pintaba como revolución, hoy se ve más claramente como aparato criminal defendiendo sus rutas.
En el lenguaje del Evangelio, la verdad ya ha sido dicha; falta que la historia la termine de encarnar.
¿Por qué las mayorías eligen verdad, paz, seguridad y alegría?
Podría parecer lo contrario cuando miramos redes sociales y titulares. Pero la experiencia diaria dice otra cosa: la mayoría de la gente quiere cosas muy sencillas y profundamente cristianas:
que no maten a sus hijos,
que el trabajo alcance,
que los gobernantes no roben,
que las autoridades no mientan tanto,
que se pueda reír, celebrar, ir a misa, a un asado, a una fiesta sin sentir culpa ni miedo.
Verdad, paz, seguridad y alegría no son consignas de campaña; son el resumen de lo que toda madre y todo padre sueñan para su casa.
Por eso, aunque los instrumentos que se eligen sean imperfectos, los movimientos de fondo de los pueblos van en esa dirección:
dicen “sí” a cambios arriesgados para salvar la vida frente al narco;
se vuelcan hacia opciones que prometen orden cuando la inseguridad se desborda;
se alinean, por dentro, con la caída de regímenes que viven de la mentira y del crimen.
En el fondo, las mayorías están diciendo algo muy parecido a lo que dijo María:
“Hágase en mí según tu palabra.”
No lo formulan con esas palabras, pero lo expresan al elegir caminos que, con todos sus errores, buscan:
menos muerte,
más verdad,
un poco de justicia,
algo de fiesta compartida.
Votar como María, no hundirse como Pedro
Pedro caminó sobre las aguas y se hundió cuando miró la tormenta.
María caminó toda su vida en medio de tormentas políticas, sociales y religiosas, y nunca se hundió porque nunca dejó de mirar al Hijo.
Hoy, en Ecuador, en Chile, en Venezuela y en toda América, el desafío es el mismo:
no votar mirando solo las olas del miedo,
sino mirando la Vida que queremos que nazca de nuestro voto.
El voto puede ser:
un grito de rabia,
o un acto de concepción.
Si es grito de rabia, se agota en una noche.
Si es acto de concepción, se parece al embarazo de María:
requiere paciencia,
implica dolor,
exige cuidar lo que nace,
y pide trabajar día a día para que ese hijo —ese gobierno, esa transición, ese nuevo orden— crezca sanamente.
Después de cada elección y de cada giro geopolítico, viene siempre la misma tarea cristiana de fondo:
amar al prójimo,
buscar la verdad,
defender al débil,
alegrarse con los que se alegran y llorar con los que lloran,
construir comunidad.
La guerra real —la del bien contra el mal— no se gana solo en los palacios ni en los cuarteles, se gana sobre todo en la conciencia, en la familia, en la parroquia, en la empresa, en el barrio.
Si elegimos y actuamos como María —sin hundirnos, sin perder la mirada puesta en la Vida—, las mayorías que hoy buscan verdad, paz, seguridad y alegría podrán convertirse, poco a poco, en algo más grande:
un continente que resucita del miedo,
que convierte su cruz en puente,
y que aprende a tocar el cielo
sin dejar de pisar con firmeza la tierra de nuestros Andes y de toda América.








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