LIBRE MERCADO DESDE EL ESTADO? IMPOSIBLE.
- ROBERTO SALAZAR CORDOVA

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LA DERECHA NO ES ESTATISTA

Se conoció recientemente la noticia de que un controvertido líder político chileno fue elegido presidente de una organización internacional que se presenta como casa común de los partidos de centro y centroderecha del espacio latinoamericano y europeo. El anuncio vino acompañado de las palabras de siempre: defensa de la democracia, la libertad, los derechos humanos, la economía de mercado y el pluralismo político frente al avance de las izquierdas radicales.
Sobre el papel suena impecable. Pero si se toma en serio la frase “por sus obras los conoceréis”, la pregunta cambia: ¿esa organización y su red de partidos son realmente “de derecha”, o son otra cosa que usa ese rótulo como etiqueta de marketing político?
El punto de partida de este texto es simple y tajante: una derecha coherente no puede ser estatista.
Un espacio que se dice de derecha, pero vive del Estado grande, legisla para consolidarlo y reproduce sus rentas internas, no es derecha. Es partido–Estado de bienestar conservador.
1. El relato oficial: libertad, mercado, democracia
Si uno se queda en los comunicados y resoluciones, el cuadro es seductor:
se habla de “centro y centroderecha democrática”;
se invoca la “economía social de mercado” como modelo;
se afirma la defensa del Estado de derecho y la alternancia;
se critica a los populismos, se menciona a Cuba, Venezuela y Nicaragua como ejemplos de lo que no se quiere;
se reivindica la propiedad privada, la iniciativa empresarial y la integración internacional.
A nivel internacional, esta organización se presenta como rama regional de una familia política global: partidos “populares”, “liberales”, “socialcristianos” y “conservadores” que se reconocen mutuamente como parte de una misma tradición: ni socialismo ni fascismo, sino democracia representativa y economía de mercado regulada.
Hasta aquí, cualquier ciudadano podría pensar que se trata de la derecha democrática. Pero esa es solo la descripción que el propio sistema político hace de sí mismo. Falta mirar la estructura doctrinal y, sobre todo, la conducta.
2. El marco doctrinal real: economía social de mercado
La clave doctrinal no está en la palabra “derecha”, sino en la expresión “economía social de mercado”. Ese concepto, originado en la posguerra europea, implica:
un mercado donde los precios se forman por oferta y demanda;
un Estado fuerte que corrige “fallos” del mercado mediante impuestos, gasto social y regulación;
un sistema de bienestar que estabiliza ingresos, prestaciones y pensiones a través del aparato público.
En la práctica, esto se traduce en:
presión tributaria elevada,
gasto social rígido, blindado política y jurídicamente,
reguladores potentes con amplias facultades discrecionales,
una administración pública grande, profesionalizada y difícil de reformar.
Es decir: no se trata de un programa de Estado mínimo, sino de Estado de bienestar. La diferencia con la socialdemocracia no es el tamaño del Estado, sino el tono moral y algunos instrumentos. En ambos casos, el punto de partida es un Leviatán fiscal y regulatorio robusto, que nadie está dispuesto a reducir significativamente.
Cuando una organización y sus partidos se definen centralmente desde la economía social de mercado, hay que decirlo sin eufemismos: doctrinalmente son estatistas moderados, no defensores de un orden espontáneo con Estado acotado.
3. Partidos de gobierno: la lógica del partido–Estado
Más allá de las etiquetas, el rasgo común de los partidos que integran esta red es que son partidos de gobierno:
ocupan ministerios, subsecretarías, empresas públicas, agencias reguladoras y un sinfín de cargos de confianza;
se alternan en el poder con fuerzas de izquierda bajo la misma Constitución y el mismo orden fiscal;
negocian entre ellos las grandes reformas que estructuran el sistema previsional, tributario, educativo, sanitario y de infraestructura.
En este esquema, la oposición es, casi siempre, oposición de estilo, no de modelo. Se discute cuánto subir o bajar una tasa, qué fórmula usar en un cálculo, qué nombre poner a un impuesto, pero no se cuestiona:
el tamaño del Estado,
el nivel agregado de gasto,
el grado de intervención regulatoria,
ni la concentración de poder en tecnocracias relativamente autónomas frente al elector.
La teoría de los partidos–cártel describe justo esto: organizaciones que compiten en elecciones, pero cooperan para controlar el Estado, financiarse con recursos públicos y levantar barreras de entrada a nuevos actores. La organización internacional en cuestión es, de hecho, un paraguas de partidos–cártel que forman el ala “moderada” del mismo sistema político que dizque vienen a equilibrar.
4. Alianzas con la izquierda: co–gestión del mismo modelo
En el plano discursivo, se traza una línea gruesa contra la izquierda “radical”. En el plano legislativo, esa línea se difumina con rapidez.
En distintos países se repite el patrón:
gobiernos de izquierda necesitan votos para aprobar reformas previsionales, tributarias o laborales que consolidan un Estado más grande y más intrusivo;
partidos de esta red, presentados como “oposición responsable”, negocian ajustes marginales y entregan los votos clave;
a cambio obtienen presencia en organismos, garantías para ciertos sectores empresariales, o simplemente reconocimiento como “socio moderado”.
En la superficie, se mantiene el relato de polarización. En el fondo, se produce co–gestión del mismo modelo estatista:
más contribuciones obligatorias,
más fondos “solidarios” administrados por tecnocracias,
más programas permanentes difícilmente reversibles,
más burocracia y más regulación sectorial.
Cuando una supuesta derecha se convierte en socio legislativo fiable de un gobierno cuya columna vertebral ideológica es abiertamente estatista, la etiqueta “derecha” pierde contenido filosófico y queda reducida a un matiz de estilo y de clientela electoral.
5. Dependencia del Estado: carreras políticas y rentas reguladas
Otro rasgo común es sociológico: la dependencia vital del Estado.
Quien hace carrera en estos partidos:
pasa gran parte de su vida profesional como parlamentario, alcalde, concejal, ministro, asesor, directivo de empresa pública o consultor muy cercano a instituciones estatales;
se mueve en un circuito donde el principal empleador, cliente o socio es siempre el sector público o sectores fuertemente regulados (energía, finanzas, telecomunicaciones, infraestructura, salud, educación subvencionada, concesiones viales, etc.).
Eso genera incentivos claros:
difícilmente se va a promover una reducción sustantiva del tamaño del Estado si lo que da de comer es precisamente ese tamaño;
resulta más cómodo “mejorar la gestión”, “reforzar la institucionalidad” o “perfeccionar la regulación” que abrir mercados, desmontar monopolios legales o eliminar privilegios.
En paralelo, en múltiples países se han documentado:
donaciones empresariales encubiertas,
contratos direccionados,
puertas giratorias entre cargos públicos y grandes regulados,
reguladores complacientes con los mismos grupos que financian campañas.
No se trata de casos aislados, sino de un modo de relación entre política y economía. Una red de partidos que vive ahí, que se financia ahí y que nombra ahí, no puede ser realmente antiestatista. Está atada de manos por su propio ecosistema.
6. Capitalismo corporativo: pro–empresa no es pro–mercado
El discurso invoca la “economía de mercado”. Pero la práctica concreta se parece más a un capitalismo de compadres:
marcos regulatorios tan complejos que solo grandes conglomerados pueden cumplirlos sin quebrarse;
sistemas de concesiones y licitaciones diseñados para asegurar flujos estables, con riesgos acotados y retornos prácticamente garantizados si se cumplen ciertos requisitos;
sectores donde el número de actores relevantes es pequeño y entra un competidor nuevo solo cuando hay acuerdo tácito o explícito.
En ese entorno, se protege a “la empresa” entendida como un conjunto de actores grandes, bien conectados, no al proceso competitivo como tal. El ciudadano aparece como:
contribuyente que sostiene la estructura vía impuestos,
usuario cautivo que paga tarifas definidas en simuladores opacos,
votante que elige entre matices de la misma arquitectura.
La derecha, en sentido filosófico, debería estar del lado del consumidor, del trabajador que quiere emprender, de la familia que quiere elegir, del pequeño actor que quiere entrar a competir. Una red que absorbe la lógica del capitalismo regulado, protegido y oligopólico es pro–negocio estatalizado, no pro–mercado.
7. Dimensión transatlántica: el mismo modelo en dos orillas
Esta organización no limita su influencia al espacio latinoamericano. En la otra orilla del Atlántico, se coordina con partidos que gobernaron y gobiernan bajo la bandera de “populares”, “cristianodemócratas” o “conservadores sociales”. Allí, el patrón es similar:
defensa explícita de la economía social de mercado,
construcción y mantenimiento de Estados de bienestar amplios,
convivencia estrecha con burocracias supranacionales,
protección de equilibrios fiscales basados en una alta carga impositiva.
En ambos lados, el resultado converge:
un bloque transatlántico de partido–Estado de bienestar conservador, que asume como innegociable el tamaño del Estado y discute solo cómo administrarlo.
Desde esa perspectiva, la elección de un líder de la vieja política latinoamericana al frente de esta estructura no es una anomalía, sino la expresión coherente de lo que la organización es: continuidad y consolidación del statu quo, no ruptura ni límite al Leviatán.
8. Si la derecha no es estatista, ¿qué queda?
Decir “la derecha no es estatista” no es un juego retórico. Es trazar una línea de contenido:
Una derecha coherente parte del supuesto de que el poder se limita, no se idolatra;
entiende que el Estado es instrumento, no fin en sí mismo;
defiende la propiedad privada y la libertad de empresa no como privilegios corporativos, sino como condiciones para que familias, comunidades y proyectos de vida puedan florecer sin tutela permanente.
Eso exige:
cuestionar el tamaño del Estado,
revisar el mapa de impuestos y gasto sin tabúes,
desarmar regulaciones que protegen oligopolios,
abrir sectores a la competencia real,
devolver decisiones a la sociedad civil, a las familias y a las comunidades locales.
Una organización que:
se define por la economía social de mercado,
vive de un Estado fiscalmente hipertrofiado,
negocia reformas estructurales con la izquierda para consolidar ese mismo Estado,
protege estructuras de rentas reguladas para aliados económicos,
puede tener símbolos, colores y consignas históricamente asociadas a la derecha. Pero, en términos filosóficos y materiales, no es derecha.
Es partido–Estado conservador de bienestar, administrador profesional del mismo orden estatista que dice venir a equilibrar. Ese es el punto:
no basta llamarse centroderecha para serlo.
Mientras el discurso diga “libertad” y la práctica sostenga el estatismo, conviene recordar, sin matices:
LA DERECHA NO ES ESTATISTA.










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