En todos los casos, la Iglesia, los virus viejos y nuevos, los malos y buenos curas, y los niños buenos y malos seguirán siendo parte de la realidad.
La Iglesia tiene curas y curas, y para todo hay cura.
El viejo virus de hace 200 años, relacionado al poder de los curas, se cura con la separación entre Iglesia y Estado.
El nuevo virus de los últimos años, relacionado a la pérdida del valor social de la Iglesia, se cura con la separación entre los malos curas y los buenos niños.
La cura para los malos curas pasa por la justicia ordinaria con igual tratamiento de ellos al de cualquier ciudadano ante la ley, quizá con agravantes tipificados por abuso de confianza, con la debida reparación.
La cura para los malos niños pasa por la justicia ordinaria con igual tratamiento de ellos al de cualquier ciudadano ante la ley, quizá con castigo al estado por no haberse responsabilizado por la tutela de los derechos de los niños a ser cuidados por una familia, o una entidad pública, privada, de la iglesia, del tercer sector, de una comunidad, de una entidad especializada municipal descentralizada, o de una entidad internacional confiable.
Vivimos un mundo en el cual la delincuencia ha atacado a las células básicas de la vieja sociedad: los curas y los niños.
El problema es que el miedo a lo desconocido siempre generará fe en el más allá, y la Iglesia siempre estará presente, en la medida en la que ofrece una solución de fe en el más allá, ligada a un paradero desconocido pero centrado en una máxima potente: "por sus obras los conoceréis" (en el más acá).
Eso aplica para curas, laicos, políticos, ciudadanos, viejos y niños; sí: incluso niños.
La delincuencia ha atacado a la célula vieja de cuidado de los niños, que eran los curas. Delincuencia: sí, también. Un adulto que abusa de un menor es un delincuente. Digámoslo con todas las letras. Sin embargo, la delincuencia también está usando a los niños para tareas propias de su obra: asaltos a mano armada, robos con intimidación, abordazos, portonazos, sicariato, y muchos otros delitos en los cuales los padres, hermanos, familiares, amigos, pandillas, partidos políticos y hasta organismos internacionales especializados en niños envían a los menores a hacer su trabajo: a usar el arma bajo palabra y la palabra como arma.
Parte de la solución pasa por ligarse a lo que ha funcionado siempre: LA PALABRA.
El problema es que dicha palabra y su infinito valor están depreciados en un mundo en el que la palabra de los curas ya no tiene valor, y en el cual la palabra de los niños también está devaluándose al matar el amor.
Un niño crece sano si crece con amor. Un buen cura será alguien que cure falencias al brindar su vida con amor, con vocación, para cumplir con votos reales de pobreza, obediencia, castidad, y sobre todo: respeto. Bien nos haría a todos hacer los mismos votos reales, que nos permitirían formar comunidad de alto valor: votar por vivir humildemente, obedecer a las autoridades, tener castidad en las palabras, y sobre todo, respetar la obra de los mayores, en especial aquella que es buena y debe conservarse, pues en algún momento fue la realización de sus propios sueños de cuando niños, y el alimento a los sueños propios de nuestros niños.
Un viejo amigo, cura, de los buenos, y de aquellos que me guiaron en la juventud con respeto y cuidado (de esos curas que son mayoría, no solo abrumadora, sino unánime en mi propia experiencia personal -habiendo tratado con decenas de curas en mi vida-) me decía en una conversación de adulto, tras mi vuelta a la religión (tras más de una década de agnosticismo) que hay que cuidar el amor, y que su teoría cristiana y católica era la siguiente: la forma básica de amor es el respeto.
Si se aprende a respetar a los demás, se puede aprender el siguiente paso, que es la amabilidad.
Por ejemplo: si yo soy ateo, puedo respetar a los creyentes, y viceversa. Cuando se pierde el respeto mutuo, se perdió el amor. He ahí el problema.
¿Cómo podemos tener una sociedad amable, si nadie respeta a nadie?
El asunto sigue: supongamos que recuperamos el respeto, incluido el respeto por las tradiciones, las viejas usanzas, las instituciones, y lo conservador, al igual que aprendemos a respetar las innovaciones, la nuevas formas, las tecnologías, y lo liberal. Si todos nos respetamos, entre generaciones, sin pensar que todo lo pasado fue mejor, o sin pensar que todo lo nuevo es mejor, podremos pasar a intentar ser una sociedad amable.
Si logramos el respeto, avanzar hacia la amabilidad es natural, pues la misma sociedad premiará a quienes son "amables": los amará y si somos amables siempre, nos amará a veces (las suficientes como para que aprendamos que ser amable es mejor que cualquier otra cosa que queramos ser en el mundo): en el hogar y la familia primero, en los negocios, en el mercado, en el estado, en las ONGs, en los medios y la academia, en las comunidades, y en lo internacional; no en vano en esto último se ha hecho de la amabilidad una profesión: la diplomacia.
Recuerdo el impacto que produjeron en mi ser respetuoso y amable de hace 20 años las frases escuchadas a un académicos que quería ser presidente y lo fue, en una reunión en una embajada, cuando yo era Vice-Ministro de Economía de mi país, y El era un investigador universitario que tenía atracción por la política y potencial de liderazgo. Se acercó con su esposa a almorzar conmigo y mi esposa (esas cosas que pasan en las recepciones en las embajadas) y nos dijo: venimos huyendo de las "momias cockteleras". Una broma que se dice en un cocktail es una buena forma de saber el espíritu interno de alguien que, una vez que tenga poder, posiblemente siga avanzando hacia la falta de respeto y hacia la pérdida total de la amabilidad, al perder la humildad, y al caer presa del ego.
Nos pasa a todos, ojo; por ello, no basta con el respeto y la humildad. Hay que ir más allá: está el servicio.
La cura para el virus del irrespeto y la nula amabilidad que vivimos en los tiempos actuales no está en acusar a los malos niños, ni en vilipendiar a los malos curas. Está en dedicarnos a servir a los malos niños y a recuperar a los buenos curas.
Como economista que soy, trabajo con números; no recuerdo ahora la estadística exacta, ni el foro en el cual escuché esta frase, que mirando estudios es real: "hay miles de curas en total, y decenas de curas malos, en cada país del mundo, lo cual hace que en grueso, el 1% sea la expectativa de maldad inherente a la Iglesia".
En mi caso personal, fue el 100%, como debería ser, pues si uno llega a conocer 100 curas de niño, basta con 1 solo, para que el 99% no sirva de nada en lo absoluto, pues el daño será irremediable, o muy difícil de curar. El virus de la confianza abusada es letal. Sin embargo, si tenemos 10, 20, 50 ó 100 curas disponibles, y 1 es el malo, para el niño que crezca junto a su familia y un buen cura "de confianza" será una bendición, pues muy probablemente el cura no solo sea respetuoso y amable, sino que enseñará junto a los padres lo que el niño más necesita aprender en la vida: en todo amar y servir.
Servir y hacer obra es la expectativa de externalidad positiva de la envolvente de la Iglesia por la que conocemos que la palabra inspira la fe, renueva la esperanza, y sobre todo, siembra el amor. Así es como a la Iglesia hemos aprendido a llamarla Santa Madre Iglesia, desde quienes aprendimos a amarla.
Sin duda, si pierde su santidad y los santos dejan de ser respetables, hasta sacarlos de una iglesia y romperlos y quemarlos, como pasó hace poco en Santiago, la Iglesia comenzará también a perder la amabilidad. La Iglesia está dejando de ser amable; esto le pasa no tanto por los curas (de hecho, no por ellos) sino por muchos laicos que nos ponemos combativos e hirientes, al sentirnos golpeados en algo que amamos. Allí, al ser respetuosos, pero no amables, matamos a quien queremos defender.
Por ello, más que hablar, hay que hacer. La misión de encuentro para no creyentes, creyentes, profesantes, practicantes, curas, viejos y niños, es servir. Aprendemos aquello luego de aprender a respetar y ser amables. Servir es la forma de crear amor y pasar amor. Cuando servimos somos útiles y los demás nos quieren junto a ellos. Cuando nos aprovechamos o nos servimos de los demás, pasamos a ser odiosos e inundamos nuestro entorno de desamor.
Pensemos en los políticos que se ponen odiosos: pronto, si lo hacen, nadie votará por ellos, y peor aún, si no sirven, se corromperán, y terminarán enjuiciados y hasta presos. Siempre podrán decir que son presos y perseguidos políticos, pero lo odioso será la razón de fondo. el momento que perdieron el respeto, la amabilidad y dejaron de servir, comenzó su cárcel y su final poco feliz.
Mi amigo cura me decía que el paso culminante no era solo el servir con amor, sino el sacrificio hasta la voluntad de dar la vida por los demás. Allí estaba el truco para descubrir si el amor era amor.
Es fácil entender que un padre sea respetuoso con sus hijos y amable con sus vecinos, sirva a su esposa, y claro, esté dispuesto a dar la vida por su familia y amigos. En eso se centra el famoso patriarcado, tan irrespetado últimamente, tan vilipendiado, y tan desmerecido en su utilidad; el rol del patriarcado no se recuperará solo con respeto, amabilidad y servicio. No basta. Enfatizar en el rol del padre defensor, que da la vida por los demás, será una buena forma de recuperar el rol del hombre protector, soldado, guardián, luchador social, cura o laico, casado o soltero, enamorado o decepcionado, traicionado o emocionado, soñador o realista, ingeniero o arquitecto, iletrado o sabio, escritor o analfabeto, con o ó sin o, con e ó con a, gay minoritario ó varón mayoritario, rico o pobre, creyente o ateo.
Si cualquiera de los anteriores y los muchos más que podamos pensar hace de su vida una ofrenda, de seguro no nos importará nada, pues su martirio, al igual que el de las mujeres y de todos, servirá para dar testimonio de vida, y de servicio con entrega total: allí radica el valor del cristo, de la cruz, y allí radica la fe en la resurrección nuestra, de un buen hombre de hace dos mil años, y la fe en un Dios o un bien supremo que nos inspira a dar la vida desde cualquier posición de fe o de no fe: en cualquier profesión religiosa o no, seamos curas o no, católicos o no, cristianos o no, creyentes o no.
Hay que hacerse, para todo esto, el PCR, y obtenerlo: Permiso Comunitario Real.
Sin respeto no habrá permiso. Sin amabilidad tampoco. Sin servicio mucho menos. Sin disposición total de entregar hasta la vida por nuestra comunidad (y no solo nuestra familia), no seremos parte de una comunidad, cuya célula mínima es la familia, y cuya principal tarea es cuidar de los niños, que son nuestro futuro, como hormigas en inundación, sacando las crisálidas afuera de las aguas lodosas.
Hagámonos el PCR en esta cuaresma y pensemos que los buenos niños siempre serán más que los malos niños, y sirvamos con la vida al cuidado de ambos: buenos y malos, amigos y enemigos. Si lo hacemos con amor y devoción, seguro seremos como viejos curas, y nuestra sociedad tendrá cura.
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